Lo que me pasó hace unos días fue algo muy simple, pero de tan simple extraño, porque nunca me había percatado de ello.
Iba manejando el auto de mi hermana, llevándola al medico porque mi sobrinita estaba con fiebre (que de tan papera, se enfermó ocho de los diez días que mi cuñado estuvo de viaje) y en una esquina esperando que el semáforo me diera luz verde, me pasó.
Observe mis manos apoyadas al volante mientras movía mis pulgares dando golpecitos como signo de espera y una leve e imperceptible señal de impaciencia, y me di cuenta que eran idénticas a las manos de mi padre. Al modo de tomar el volante, de casi acariciarlo con los dedos, suave pero con firmeza para girar.
Pero no tan solo eso, las manos mismas eran idénticas a las de él. A las manos que yo observaba de chico desde el asiento trasero.
Es una estupidez, pero fue darme cuenta a los treinta y pico, que mis manos ya son adultas como las de mi padre. Y por segundos sentí ser él ¡Cuanto disfrute esos pocos segundos!
Fue experimentar en segundos algo ya visto. Un hermoso déjà vu que tuve al volante.